miércoles, 27 de septiembre de 2017

OCTAVO DÍA DEL NOVENARIO

MARÍA Y EL PODER DEL AMOR




Cuando contemplamos el rostro de María sale de lo más profundo de nosotros un gesto de ternura y de amor, especialmente cuando nuestra Madre del cielo sostiene al Hijo de Dios en sus brazos, gesto de amor, de dulzura, gesto de lo mejor que tenemos dentro de nosotros por ser Hijos amados de Dios.
La vida sin amor no es nada, es vacía, es absurda, porque el amor es lo que da sentido al existir del género humano, el amor es encontrar la razón de ser de nuestra existencia, es poder mirar hacia adelante y ver que tiene un fin todo aquello por lo que luchamos en nuestra vida y que nos indica nuestro lugar en mundo, no como un absurdo, sino como que la vida vale la pena vivirla y hacerlo además con intensidad, con plenitud.
La vida sin amor es como un desierto árido y sin vida, como un jardín sin flores. El amor nos lleva a la inmortalidad, nos acerca a Dios, a nuestro Creador, en cambio el odio, la mentira, la corrupción, nos lleva a la mortalidad, y al sin sentido de la vida. Como María, debemos optar por la vida. Optar por la vida y por el amor es aceptar y cumplir la voluntad de Dios con docilidad de corazón, como María, es decirle al Señor que nos fiamos, a pesar de que no entendamos nada, de que nos cueste distinguir el camino, o incluso a donde vamos, es fiarse de Dios con amor, con confianza y dejar a un lado la razón y la lógica, es aprender a trascender todo aquello que vemos a nuestro alrededor es la forma de empezar a ver a Dios en nuestros hermanos y en todo lo que nos rodea.
El Señor se manifiesta por amor, y lo hace con mayor intensidad cuando le abrimos nuestro carazón, cuando le dejamos que entre en lo más profundo de nuestro ser, de nuestra alma[.
Los mandatos de Dios se resumen en el amor, en amarle sobre todas las cosas, tener el convencimiento que poner al Padre en el centro de nuestra vida, que amarle sobre todo, es amar a la humanidad, es amar a nuestro hermanos, es aceptar con claridad absoluta que quien ama a Dios ama al hermano, ama a los que el Señor nos pone delante en nuestra vida en cada momento, esa es la forma de experimentar la misericordia de Dios, en amar no sólo a los que queremos o amamos, sino a los que salen a nuestro paso en el camino, debemos como María aprender a amar con mayúsculas, una amor además que se expanda a nuestro alrededor.
Es bien cierto que el amor dado no es proporcional al amor recibido, pensemos por un momento el sentimiento de María, que habiendo obedecido la voluntad de Dios, tiene que ver el castigo que esta recibiendo su hijo sin haber realizado nada malo, por predicar el amor de la Buena Noticia, y María guardaba y lloraba con la misma ternura que tuvo cuando tenía a su hijo en brazos, pero ahora lo veía en lo alto de un madero, lo veía ajusticiado injustamente como un malhechor, no olvidemos nunca que el amor no siempre se responde con amor, pero no por ello hay que dejar de amar, de predicar el Evangelio del amor.
Al atardecer de la vida, se nos juzgara por el amor, por el amor que dimos a los demás, y no será un juicio por el amor que hemos recibido, será un examen de esfuerzo, de generosidad plena por amar de verdad, y ese amar verdadero nos habla de perdón, ¿Cómo vamos amar si no somos  capaces de perdonar? El amor no es un estado de perfección, el amor es apertura a crecer como personas, a vivir en un intento de ser cada día mejores, y eso se consigue en el amor a Dios y en consecuencia a nuestros hermanos.
Debemos aprender a ejercitar el amor, cuando alguien te insulta, te ataca, se burla y te hace daño, practica la misericordia de Dios que se manifiesta en lo que podríamos llamar los enemigos, que son aquellos que nos hacen mal o que buscan nuestra perdición. Si el odio, el rencor se apodera de nosotros, la caridad se va marchitando en nuestro corazón, y es entonces que ya no estaremos capacitados para amar, porque no nos saldrá del corazón. Nuestra fuente es el amor del Señor y de nuestra Madre María, es ahí donde conseguiremos la verdadera fuente del amor, el agua viva que nos purifica y nos enseña a amar aunque nos odien, o nos persigan, aunque deseen nuestra perdición; abandonemos los bajos instintos de la venganza o del ajusticiamiento, por muy lícito y justo que nos parezca y llenémonos de la gracia y el poder del amor de Dios.
No hagamos caso de nuestro corazón herido por el mundo, por las personas que están a nuestro alrededor y nos desprecian, o simplemente esperan a ver por donde tropezamos para empezar a atacar; envolvámonos del amor, del amor materno de nuestra madre, un amor que no espera más compensación que la del puro amor.
Contemplemos el rostro de María, contemplemos, la paz del corazón, y podamos descubrir así la fuerza y el poder que se manifiesta en la caridad verdadera y auténtica. Cuando se da amor en lugar de dar odio o sentir rencor, se abre una puerta a la esperanza y a la confianza en el ser humano, en la certeza total y absoluta de que el amor lo traspasa todo, lo invade todo; y esa es su fuerza, el hecho de que no se responde como lo espera el mundo, que la reacción del amor se hace incomprensible para la razón y la lógica humana.
Un corazón encendido aviva la llama de otros corazones, de esta manera la llama del corazón del creyente debe avivar a los hombres, para ser luz para todos, para que esa luz, que es signo de amor, pueda pasar de unos a otros, y además que nos lo creamos de verdad, sin dudar, que no nos dejemos vencer por el mundo y por la falta de ilusión, que no se apague la llama del amor en nuestras vidas, que permanezca encendida, a pesar de la dificultad, de la adversidad, aunque esa llama en ocasiones pueda bajar de intensidad, o incluso parezca que se está apagando, esa llama que es la fuerza del amor se reaviva por la propia caridad y porque el Señor nos enciende en el amor, que es quien nos da la fuerza para poder entregar esa llama y pasarla como un relevo a los demás, es la transmisión de la fe, no basada solo en normas, costumbres o tradiciones, es la transmisión del amor de Dios y de su fuerza.
Que todo lo que hagamos, que todo lo que tengamos que decir y que manifestar sea por puro amor, y para ello no olvidemos que no somos los protagonistas, María y José supieron cumplir su misión para con el Mesías, al igual que Juan Bautista, esa es la fuerza verdadera del amor, que se respetan los lugares y los tiempos, que no hay ambición sino vocación de servicio y entrega. Cuando en nombre del amor o del nombre de Dios nos buscamos a nosotros mismos y nuestro propio triunfo personal es cuando realmente hemos desvirtuado el amor, aunque estemos revestidos de ella, podemos hacer de nuestra misión religiosa nuestro propio trampolín. Aprendamos a poner a Dios en el lugar que le corresponde, no le arrebatemos  por ambición el lugar a la caridad y a la entrega.
El amor del creyente tiene que manifestarse en la entrega, pero una entrega por amor, sin esperar ningún tipo de compensación más que cumplir la voluntad de Dios. Él debe ser el centro de nuestro actuar, el fundamento de nuestra vida que se plasma en los hombres; y por lo tanto nuestra misión es la de llevar a Dios a todos los hombres de palabra y de acto. El amor verdadero es este, no el que el mundo nos vende como amor libre y sin ataduras, como si Dios nos privara de la libertad, algo que no es cierto. El amor de Dios viene a romper las cadenas que nos esclavizan, las cadenas de un amor que pervierte, el del mundo, y que nos hace que acabemos perdidos y desorientados.
María obedecía, amaba, y actuaba en silencio; con la sabiduría que da la fe en el Señor, una sabiduría que no entiende de saber humano y de conocimiento, es la sabiduría de conocer que se está en la verdad, y esto hace que nos pongamos en manos de Dios aun sin saber muy bien que nos acontecerá o que ocurrirá; amar, obedecer, cumplir y descansarse en la única verdad.
Una verdad y un amor que lleva a la libertad, como María que acepto los planes del Padre para Jesús, no creía que su hijo fuera de su propiedad. Algo que piensan algunas madres y esto les hace sufrir, porque cuando el hijo toma algún tipo de decisión les da la impresión de que lo pierden o simplemente que no hace lo que ellas quieren. El amor de María es cumplir la misión que se le encomienda, es fiarse a manos llenas y confiar, esto sin quitar un ápice del sentimiento humano, pero Dios está por encima de ella misma.
Confiemos en el poder del amor, confiemos en el poder de Dios que no viene a privarnos de nada sino que viene a dárnoslo todo, vivamos y sintamos en nosotros la ternura de una madre, de María que es madre nuestra y que nos instruye en la senda del amor, de la entrega y de la confianza en el designio de Dios para toda la humanidad y para cada uno de nosotros.
Javier Abad Chismol




Presentación del libro MARÍA modelo de nuestra fe.

martes, 26 de septiembre de 2017

SÉPTIMO DÍA DE LA NOVENA

LA VERDAD DE MARÍA


Es importante para todo creyente reflexionar  sobre la imagen y la figura de María, es decir, saber qué es lo que se debe creer, que es lo que sebe venerar, y que es por lo tanto lo que tenemos que procesar con autentica y verdadera fe.
La Iglesia nos propone lo que llamamos los dogmas, que son aquellas verdades de fe que el magisterio de la Iglesia a lo largo del tiempo ha ido aprobando para enseñar al Pueblo de Dios, y evitar así el error. Por este motivo es muy importante que conozcamos lo que la Iglesia, que es nuestra madre, nos dice de quien es María, porque a su vez también decimos que María es la madre de la Iglesia y en consecuencia madre nuestra. (DzScho 3011)
Los dogmas deben ser creídos y no puestos en cuestión porque si lo hacemos así, al final no sabríamos que creer, o tendríamos la tentación de ir poco a poco inventándonos nuestra fe, y nuestra religión, por ello es bueno reflexionar en las verdades de fe y de la Iglesia, autorizadas por el Magisterio a lo largo de los siglos. Los dogmas por lo general han ido surgiendo desde las herejías y de los errores de unos y otros y que ha obligado a la autoridad de la Iglesia a decir que debe ser creído y que no debe ser creído
Negar algunos de los dogmas es negar la misma fe en nuestro Señor Jesucristo, porque es negar la autoridad de Dios. Por ello no se puede creer en María sin creer en la Iglesia, que es la que nos lleva a María y a cómo debemos venerarla.
Debemos reconocer a María como Madre de Dios, se nos enseña que María es madre verdadera porque engendró al hijo de Dios, que es la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, la Palabra encarnada, engendrada milagrosamente y virginalmente por obra y gracia del Espíritu Santo. Así se definió en el Concilio de Efeso, y se reafirma en la Encíclica de Pio XI Lux Veritas 11, se matiza que esta verdad no puede ser rechazada, la Iglesia lo ha ido renovando, especialmente cuando se trata de piedad popular que en ocasiones pueden llevar a error, o a un mal uso de lo que significa la devoción mariana.
El dogma que contiene el reconocimiento revelado de María como madre de Dios se podría decir que es el más importante de todos, si negamos que María es madre de Dios, toda la fe revelada podría ser cuestionada, como de hecho a ocurrido muchas veces a lo largo de la historia, porque es ahí donde se encuentra la economía de nuestra salvación, la intervención divina en la vida del hombre.
María, madre y Virgen es otro de los dogmas marianos, que también puede producir cierto escepticismo desde el punto de vista estrictamente humano. Es la virginidad de María antes de la concepción del Hijo de Dios, es la virginidad perpetua o perfecta.
Por lo tanto María permaneció virgen en el momento de la concepción del Verbo, de Jesús, porque fue hecha Madre de Dios por obra del Espíritu Santo, sin intervención de varón, esta verdad ha ido evolucionando y clarificándose y recogida por el Concilio Vaticano II (LG 57).
María fue Virgen después del nacimiento de Jesús porque como hemos dicho no tuvo contacto carnal con ningún hombre, viviendo casta y virginalmente con su esposo san José. La virginidad perpetua de María es doctrina universal de la Iglesia desde ya una época muy remota. Esto es lo que debe ser creído por todos y que no debe ser cuestionado aunque pueda desbordar la razón, la medicina o la lógica, la fe trasciende todo esto, no podemos entrar en la especulación ni en las demostraciones cuando de trata de la fe, porque la fe es certeza de lo que no se ve, pero que ha sido revelado a los hombres y que debe ser creído y aceptado en lo más profundo de nuestro corazón.
El dogma de la Inmaculada Concepción significa que la Virgen María fue concebida limpia y sin pecado original, del cual fue preservada de pecado, de la tentación para negar la voluntad de Dios, el SI de María, es un sí para vencer el pecado, para vencer la destrucción del hombre, de la corrupción y la tentativa a vivir alejado del Creador.
Lo podemos también comprobar en LG 61, fue elegida y querida por Dios toda pura y libre de toda mancha o de pecado, ella no estuvo sometida al pecado original, estuvo concebida en gracia y en si pecado. Esto lo podemos ver en la Sagrada Escritura, en Génesis 3, 15, en la que se habla de la victoria de la mujer y de su descendencia sobre la serpiente, sobre el demonio, y cuando el ángel se dirige a María: Dios te salve, llena de gracia (Lucas 1,28) también en LG 56. Este dogma fue definido, el de la Inmaculada Concepción como dogma, como verdad de fe, por el Papa Pío IX, en el año 1854, en la Bula Ineffabilis Deus (El Dios inefable).
También veneramos con mucha fe que se refiere a como terminó su tránsito en esta vida la Virgen María. Nos preguntamos y se lo pregunta la Iglesia desde todos los tiempos ¿Qué ocurrió con el cuerpo de María?
María al terminar su vida terrestre fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste, así se determino el dogma por el Papa Pío XII en el año 1950 en la Bula Munificentissimus Deus. No se nos acaba diciendo si la Virgen murió o no, como los demás mortales, decimos que la muerte de la Virgen no es dogma. María murió para configurarse con Jesús, que también se sometió a la muerte, aunque eran libre de pecado y de corrupción. Ahora lo que ha de ser creído es que el cuerpo de la Virgen no sufrió la corrupción del sepulcro, que se estima como consecuencia del pecado original. Es la forma de afirmar que María era Inmaculada, sin macha, es virgen, y sin corrupción alguna, esto es la afirmación anterior de que María es la Madre de Dios.
Esta verdad de fe tiene su raíz y fundamento en  la enseñanza de la Sagrada Escritura, el Papa Pío XII comenta los textos y ciertos lugares bíblicos, por ejemplo en génesis 3,15, que se anuncia la victoria de la mujer y de su Hijo sobre el pecado y sobre la muerte, que es el último enemigo a batir y vencer, la fiesta de la Asunción la celebramos desde el siglo VI. Aquí también se une la realeza de María (LG 68), y también lo podemos ver en el libro del Apocalipsis, como la mujer que está en estado vence al dragón, al mal, al pecado, a la infidelidad (Apoc. 19,16).
María debe reinar nuestras vidas, debe estar presente, porque en ella tenemos garantías de poder descubrir el poder de las tinieblas, y no solo eso, sino que además podamos vencerlo, María es nuestra abogada en los momentos de más dificultad.
Caminar con María es caminar como hijos de la luz porque ella nos ilumina en nuestro camino, es lámpara para nuestros pasos, por ello necesitamos de María, y necesitamos también saber qué es lo que tenemos que creer, y como tenemos venerar a nuestra madre, para no caer en la idolatría, sino saber cuál es nuestra fe, y que es lo que Iglesia nos enseña como madre que es nuestra.
A su vez, la verdad de María nos debe llevar a reconocerla en nuestra vida de cada día, ver qué lugar ocupa en nuestra existencia, porque ver a María es ver al Hijo, y ver al Hijo es ver al Padre, que intercede por todos nosotros para que encontremos el sentido a nuestra existencia, en definitiva, buscar nuestro lugar en el mundo, que ese el ser del hombre y la inquietud que todos tenemos en nuestros corazones.
Ver a María y comprender con ayuda de la fe su verdad, una verdad que se nos ofrece como un regalo por nuestra madre que es la Iglesia, que a través de la tradición y del magisterio ha ido revelando sobre María lo que tenía que ser creído y venerado como verdadero. Una fe pura y auténtica de lo que debemos creer como don y como gracia, y que es superada por la razón, por la lógica o por la ciencia.
La Virgen María según el Concilio de Trento (sesión sexta, año 1547), se nos dice que vivió durante su vida inmune de todo pecado venial en virtud de un privilegio especial de Dios, esto es, que no cometió pecado alguno , porque nunca ofendió a Dios, también tendríamos que aprender cada uno de nosotros a no ofender a Dios, a ser dóciles y su palabra como María, con las palabras al ángel, que se cumpla su voluntad. Deberíamos saber por la fe y por la gracia que cumplir la voluntad de Dios es acertar de lleno en el sentido de nuestra existencia, una existencia que nos lleva a la trascendencia de lo aparente y de lo lógico.
Un escéptico, un científico, un lógico, no encontraría sentido a los dogmas que hemos numerado, porque le serían un imposible, incluso puede producir cierta burla ante el imposible de virginidad de María, o su no corrupción de su cuerpo, pero todo lo creído y venerado es por la fe, es don de Dios, y es gracia, por este motivo la fe no se cuestiona, la fe se abraza como regalo de verdad, una verdad que lleva a la libertad del hombre, porque escoge lo que conviene desde la sabiduría divina que viene de lo alto, como las palabras del mensajero de Dios, del ángel, que también nosotros podamos escuchar en nuestras vidas esas palabras que se nos manifiestan a todos nosotros, en libertad y en plenitud, es el amor a María, en la cual creemos con gran devoción y amor, porque es pilar fundamental de nuestras vidas, porque que es nuestra madre, nuestra maestra y defensora, porque ella nos acompaña hasta el final de nuestras vidas y no nos deja de la mano.
Es importante para todo creyente reflexionar  sobre la imagen y la figura de María, es decir, saber qué es lo que se debe creer, que es lo que sebe venerar, y que es por lo tanto lo que tenemos que procesar con autentica y verdadera fe.
La Iglesia nos propone lo que llamamos los dogmas, que son aquellas verdades de fe que el magisterio de la Iglesia a lo largo del tiempo ha ido aprobando para enseñar al Pueblo de Dios, y evitar así el error. Por este motivo es muy importante que conozcamos lo que la Iglesia, que es nuestra madre, nos dice de quien es María, porque a su vez también decimos que María es la madre de la Iglesia y en consecuencia madre nuestra. (DzScho 3011)
Los dogmas deben ser creídos y no puestos en cuestión porque si lo hacemos así, al final no sabríamos que creer, o tendríamos la tentación de ir poco a poco inventándonos nuestra fe, y nuestra religión, por ello es bueno reflexionar en las verdades de fe y de la Iglesia, autorizadas por el Magisterio a lo largo de los siglos. Los dogmas por lo general han ido surgiendo desde las herejías y de los errores de unos y otros y que ha obligado a la autoridad de la Iglesia a decir que debe ser creído y que no debe ser creído
Negar algunos de los dogmas es negar la misma fe en nuestro Señor Jesucristo, porque es negar la autoridad de Dios. Por ello no se puede creer en María sin creer en la Iglesia, que es la que nos lleva a María y a cómo debemos venerarla.
Debemos reconocer a María como Madre de Dios, se nos enseña que María es madre verdadera porque engendró al hijo de Dios, que es la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, la Palabra encarnada, engendrada milagrosamente y virginalmente por obra y gracia del Espíritu Santo. Así se definió en el Concilio de Efeso, y se reafirma en la Encíclica de Pio XI Lux Veritas 11, se matiza que esta verdad no puede ser rechazada, la Iglesia lo ha ido renovando, especialmente cuando se trata de piedad popular que en ocasiones pueden llevar a error, o a un mal uso de lo que significa la devoción mariana.
El dogma que contiene el reconocimiento revelado de María como madre de Dios se podría decir que es el más importante de todos, si negamos que María es madre de Dios, toda la fe revelada podría ser cuestionada, como de hecho a ocurrido muchas veces a lo largo de la historia, porque es ahí donde se encuentra la economía de nuestra salvación, la intervención divina en la vida del hombre.
María, madre y Virgen es otro de los dogmas marianos, que también puede producir cierto escepticismo desde el punto de vista estrictamente humano. Es la virginidad de María antes de la concepción del Hijo de Dios, es la virginidad perpetua o perfecta.
Por lo tanto María permaneció virgen en el momento de la concepción del Verbo, de Jesús, porque fue hecha Madre de Dios por obra del Espíritu Santo, sin intervención de varón, esta verdad ha ido evolucionando y clarificándose y recogida por el Concilio Vaticano II (LG 57).
María fue Virgen después del nacimiento de Jesús porque como hemos dicho no tuvo contacto carnal con ningún hombre, viviendo casta y virginalmente con su esposo san José. La virginidad perpetua de María es doctrina universal de la Iglesia desde ya una época muy remota. Esto es lo que debe ser creído por todos y que no debe ser cuestionado aunque pueda desbordar la razón, la medicina o la lógica, la fe trasciende todo esto, no podemos entrar en la especulación ni en las demostraciones cuando de trata de la fe, porque la fe es certeza de lo que no se ve, pero que ha sido revelado a los hombres y que debe ser creído y aceptado en lo más profundo de nuestro corazón.
El dogma de la Inmaculada Concepción significa que la Virgen María fue concebida limpia y sin pecado original, del cual fue preservada de pecado, de la tentación para negar la voluntad de Dios, el SI de María, es un sí para vencer el pecado, para vencer la destrucción del hombre, de la corrupción y la tentativa a vivir alejado del Creador.
Lo podemos también comprobar en LG 61, fue elegida y querida por Dios toda pura y libre de toda mancha o de pecado, ella no estuvo sometida al pecado original, estuvo concebida en gracia y en si pecado. Esto lo podemos ver en la Sagrada Escritura, en Génesis 3, 15, en la que se habla de la victoria de la mujer y de su descendencia sobre la serpiente, sobre el demonio, y cuando el ángel se dirige a María: Dios te salve, llena de gracia (Lucas 1,28) también en LG 56. Este dogma fue definido, el de la Inmaculada Concepción como dogma, como verdad de fe, por el Papa Pío IX, en el año 1854, en la Bula Ineffabilis Deus (El Dios inefable).
También veneramos con mucha fe que se refiere a como terminó su tránsito en esta vida la Virgen María. Nos preguntamos y se lo pregunta la Iglesia desde todos los tiempos ¿Qué ocurrió con el cuerpo de María?
María al terminar su vida terrestre fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste, así se determino el dogma por el Papa Pío XII en el año 1950 en la Bula Munificentissimus Deus. No se nos acaba diciendo si la Virgen murió o no, como los demás mortales, decimos que la muerte de la Virgen no es dogma. María murió para configurarse con Jesús, que también se sometió a la muerte, aunque eran libre de pecado y de corrupción. Ahora lo que ha de ser creído es que el cuerpo de la Virgen no sufrió la corrupción del sepulcro, que se estima como consecuencia del pecado original. Es la forma de afirmar que María era Inmaculada, sin macha, es virgen, y sin corrupción alguna, esto es la afirmación anterior de que María es la Madre de Dios.
Esta verdad de fe tiene su raíz y fundamento en  la enseñanza de la Sagrada Escritura, el Papa Pío XII comenta los textos y ciertos lugares bíblicos, por ejemplo en génesis 3,15, que se anuncia la victoria de la mujer y de su Hijo sobre el pecado y sobre la muerte, que es el último enemigo a batir y vencer, la fiesta de la Asunción la celebramos desde el siglo VI. Aquí también se une la realeza de María (LG 68), y también lo podemos ver en el libro del Apocalipsis, como la mujer que está en estado vence al dragón, al mal, al pecado, a la infidelidad (Apoc. 19,16).
María debe reinar nuestras vidas, debe estar presente, porque en ella tenemos garantías de poder descubrir el poder de las tinieblas, y no solo eso, sino que además podamos vencerlo, María es nuestra abogada en los momentos de más dificultad.
Caminar con María es caminar como hijos de la luz porque ella nos ilumina en nuestro camino, es lámpara para nuestros pasos, por ello necesitamos de María, y necesitamos también saber qué es lo que tenemos que creer, y como tenemos venerar a nuestra madre, para no caer en la idolatría, sino saber cuál es nuestra fe, y que es lo que Iglesia nos enseña como madre que es nuestra.
A su vez, la verdad de María nos debe llevar a reconocerla en nuestra vida de cada día, ver qué lugar ocupa en nuestra existencia, porque ver a María es ver al Hijo, y ver al Hijo es ver al Padre, que intercede por todos nosotros para que encontremos el sentido a nuestra existencia, en definitiva, buscar nuestro lugar en el mundo, que ese el ser del hombre y la inquietud que todos tenemos en nuestros corazones.
Ver a María y comprender con ayuda de la fe su verdad, una verdad que se nos ofrece como un regalo por nuestra madre que es la Iglesia, que a través de la tradición y del magisterio ha ido revelando sobre María lo que tenía que ser creído y venerado como verdadero. Una fe pura y auténtica de lo que debemos creer como don y como gracia, y que es superada por la razón, por la lógica o por la ciencia.
La Virgen María según el Concilio de Trento (sesión sexta, año 1547), se nos dice que vivió durante su vida inmune de todo pecado venial en virtud de un privilegio especial de Dios, esto es, que no cometió pecado alguno , porque nunca ofendió a Dios, también tendríamos que aprender cada uno de nosotros a no ofender a Dios, a ser dóciles y su palabra como María, con las palabras al ángel, que se cumpla su voluntad. Deberíamos saber por la fe y por la gracia que cumplir la voluntad de Dios es acertar de lleno en el sentido de nuestra existencia, una existencia que nos lleva a la trascendencia de lo aparente y de lo lógico.

Un escéptico, un científico, un lógico, no encontraría sentido a los dogmas que hemos numerado, porque le serían un imposible, incluso puede producir cierta burla ante el imposible de virginidad de María, o su no corrupción de su cuerpo, pero todo lo creído y venerado es por la fe, es don de Dios, y es gracia, por este motivo la fe no se cuestiona, la fe se abraza como regalo de verdad, una verdad que lleva a la libertad del hombre, porque escoge lo que conviene desde la sabiduría divina que viene de lo alto, como las palabras del mensajero de Dios, del ángel, que también nosotros podamos escuchar en nuestras vidas esas palabras que se nos manifiestan a todos nosotros, en libertad y en plenitud, es el amor a María, en la cual creemos con gran devoción y amor, porque es pilar fundamental de nuestras vidas, porque que es nuestra madre, nuestra maestra y defensora, porque ella nos acompaña hasta el final de nuestras vidas y no nos deja de la mano.
Javier Abad Chismol