lunes, 28 de abril de 2014

SAN VICENTE FERRER, 28 DE ABRIL DE 2014

VIDA DE SAN VICENTE FERRER


Vicente Ferrer nació en Valencia el 23 de enero de 1350. Fueron sus padres Guillermo Ferrer, notario público, y Constancia Miguel, personas virtuosas y distinguidas en la caridad con los pobres. Tuvieron tres hijas y tres hijos.  Los padres le inculcaron desde muy pequeño una fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran amor por los pobres. Lo encargaron  repartir las cuantiosas limosnas que la familia acostumbraba a dar.  Le enseñaron también a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas costumbres las ejercitó durante toda su vida
    A los  siete años recibió la tonsura clerical. A los once era Beneficiado de la parroquia de Santo Tomás. Y a los diecisiete, ya postulante dominico. Tenía tanta calma como ardor. Tanta pasión como razón. Y todo, dominado por el amor de Dios.
    Durante su juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones y, además, como era bien parecido, varias mujeres de dudosa conducta se enamoraron de él y como no  hizo caso a sus zalamerías, le inventaron terribles calumnias contra su buena fama. Todo esto lo fue haciendo fuerte para soportar las pruebas que le iban a llegar después.
    En 1370, a los veinte años, Vicente Ferrer se incorporó a la Orden de Santo Domingo. Era un joven de inteligencia prodigiosa, viva imaginación e ingenio penetrante.
    Siendo un simple diácono lo mandaron a predicar a Barcelona. La ciudad estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no llegaban. Entonces Vicente anunció en un sermón que  esa misma noche llegarían los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento, el superior lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía estar seguro de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al día siguiente el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el predicador. Los superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar desórdenes.
     Para formar a un dominico eran necesarios quince años de estudios. Estudió dos años Lógica en Barcelona. Y enseñó en Lérida otros dos años la misma materia. Luego volvió a Barcelona para estudiar cuatro cursos de Teología. Después, en Touluose, hizo un curso  especial de Teología, que le abrió a  la corrientes teológicas del momento.  A los veintiocho años recibió, con calificación "Summa cum Laude", el doctorado en Teología y se dedicó a la enseñanza de la ciencia sagrada durante ocho años en las universidades de Valencia, Barcelona y Lérida.
    Volvió a Valencia cuando tenía veintinueve años y fue ordenado sacerdote. Elegido prior de su convento, tuvo que renunciar a los pocos meses, porque su comunidad estaba dividida, como toda la Iglesia, a causa del Cisma de Occidente. Durante cuarenta años luchará por la unidad de la Iglesia, dividida  por el cisma "lamentable y doloroso", división que le hizo sufrir mucho.
     San Vicente Ferrer reconoció primero al Papa de Avignón (el Papa Luna), de quien fue confesor y ante quien rechazó el nombramiento de obispo. Posteriormente, viendo el escaso interés de dicho Papa para solucionar el Cisma de Occidente, le abandonó y recorrió diversas regiones aconsejando a príncipes y logrando que retirasen su obediencia a los Papas aviñonenses, por el bien de la Iglesia. En este propósito coincidió al final con Catalina de Siena.
    Vicente estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida entre dos Papas y había muchísima desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a punto de morir. Pero una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a predicar por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó inmediatamente la salud. En adelante, Vicente recorrerá el norte de España, y el sur de Francia, el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente, con enormes frutos espirituales.
    Así, Vicente Ferrer se siente llamado por Cristo a evangelizar Europa. A partir de ese momento recorre comarcas de España, Alemania, Francia, Bélgica, Holanda, Italia e Inglaterra, predicando en plazas, caminos y campos.
    Los primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de 10,000 judíos y otros tantos musulmanes o moros en España.
    Las multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba. Tenía que predicar en campos abiertos porque las gentes no cabían en los templos. Su voz sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y su pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a bastante distancia.
    Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las Siete Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se cansaban ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan propios para esas gentes, y con frases tan propias de la  Biblia, que a cada uno le parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en persona.
    Antes de predicar rezaba durante cinco o más horas  para pedir a Dios la eficacia de la palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía en el  suelo, ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a otra (los últimos años se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en un burrito).
    En aquel tiempo había predicadores que lo que buscaban era agradar a los oídos y componían sermones rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio, a San Vicente lo que le interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores. Y su predicación conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz llegaba hasta lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de tanta emoción. Gentes que siempre se habían odiado, hacían las paces y se abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a los penitentes arrepentidos. Hasta 15,000 personas se reunían en los campos abiertos, para oírle.
    Después de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de hombres convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo Crucificado; y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la Santísima Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a donde el santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y con su buen ejemplo conmovían a los demás.
    Como la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su hábito para llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes, rodeado de un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y tablas. El santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada penetrante que llegaba hasta el alma.
    Las gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se disminuían enormemente las borracheras y la costumbre de hablar de cosas malas, y las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban demasiada vanidad. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte su modo de predicar y atacando tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo las muchedumbres le escuchaban con gusto porque notaban el gran provecho que obtenían al oírle sus sermones.
    Vicente fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos males. Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión y de la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la grave obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía en la gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con tanta emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su sermón porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
    Pero el tema en que más insistía este santo predicador era el Juicio de Dios que espera a todo pecador. La gente lo llamaba "El ángel del Apocalipsis", porque continuamente recordaba a las gentes lo que el libro del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: "He aquí que vengo, y traigo conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido sus obras" (Apocalipsis 22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la religión se conmovían al oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que han hecho el bien, irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la eterna condenación" (San Juan 5, 29).
    Los milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación. Y uno de ellos era el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba el español, el valenciano y el latín. Y sucedía frecuentemente que las gentes de otros países le entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su propio idioma. Era como la repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de Pentecostés.
    San Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran popularidad que le acompañaban, y de las muchas alabanzas que le daban en todas partes. Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de pecados. Repetía: "Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis culpas". Así son los santos. Grandes ante la gente de la tierra pero se sienten muy pequeñitos ante la presencia de Dios que todo lo sabe.

    Los últimos años, ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al sitio donde iba a predicar. Pero apenas empezaba la predicación se transformaba, se le olvidaban sus enfermedades y predicaba con el fervor y la emoción de sus primeros años. Era como un milagro. Durante el sermón no parecía viejo ni enfermo sino lleno de juventud y de Entusiasmo.
    El santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con su marido, un frasquito con agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo empiece a insultarle, échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el otro no deje de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente" producía efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al marido, no había peleas.
   San Vicente intervino en el Compromiso de Calpe y declaró rey de Aragón a Fernando de Antequera, frente al Conde de Urgel.
    En su vida ajetreada supo sacar tiempo y serenidad para escribir. En su obra "Tratado de Vida Espiritual" se manifiesta como Maestro de Santidad. En  él aconseja oración, silencio, pureza,  obediencia, humildad, comprensión de los defectos ajenos, que hay que llevar a la espalda, para no fijarse en ellos, y tener presente los propios, así como también conocimiento de sí mismo, valor en las tentaciones, penitencia, paciencia en las pruebas y perseverancia en la oración.
   Todos los días San Vicente Ferrer cantaba misa y predicaba durante dos o tres horas. Para  él predicar es sembrar, derramar la vida, porque la vida se conserva  por la semilla. Es sembrar en las conciencias el grano del Evangelio. Fruto de ese trabajo paciente eran sus sermones, que llenaban de entusiasmo a las multitudes, en los que hay claridad, profundidad y riqueza de imágenes. En estos sermones se aprecia su gusto por la magnificencia, la música, la pintura, las flores y las misas bellas y solemnes.
  El Espíritu Santo enriqueció a San Vicente Ferrer con carismas proféticos de evangelizador,  taumaturgo, pastor de almas y constructor de la paz. En nuestra Comunidad Valenciana se conoce bien la historia legendaria de sus  abundantes milagros que le envuelven u le mitifican, incluso antes de nacer.
    San Vicente Ferrer murió en la ciudad de Vannes (Francia) el 5 de abril de 1419, Miércoles de Ceniza,  a la edad de 69 años. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que fue declarado santo a los 36 años después de haber muerto (el 29 de Junio de 1455) por Calixto III, a quien San Vicente le había profetizado "Serás Papa y me canonizarás".

     Su cuerpo se conserva en Vannes.

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