MARÍA Y EL PODER DEL AMOR
Cuando contemplamos el rostro de
María sale de lo más profundo de nosotros un gesto de ternura y de amor,
especialmente cuando nuestra Madre del cielo sostiene al Hijo de Dios en sus
brazos, gesto de amor, de dulzura, gesto de lo mejor que tenemos dentro de
nosotros por ser Hijos amados de Dios.
La vida sin amor no es nada, es
vacía, es absurda, porque el amor es lo que da sentido al existir del género
humano, el amor es encontrar la razón de ser de nuestra existencia, es poder
mirar hacia adelante y ver que tiene un fin todo aquello por lo que luchamos en
nuestra vida y que nos indica nuestro lugar en mundo, no como un absurdo, sino
como que la vida vale la pena vivirla y hacerlo además con intensidad, con
plenitud.
La vida sin amor es como un desierto
árido y sin vida, como un jardín sin flores. El amor nos lleva a la
inmortalidad, nos acerca a Dios, a nuestro Creador, en cambio el odio, la
mentira, la corrupción, nos lleva a la mortalidad, y al sin sentido de la vida.
Como María, debemos optar por la vida. Optar por la vida y por el amor es
aceptar y cumplir la voluntad de Dios con docilidad de corazón, como María, es
decirle al Señor que nos fiamos, a pesar de que no entendamos nada, de que nos
cueste distinguir el camino, o incluso a donde vamos, es fiarse de Dios con
amor, con confianza y dejar a un lado la razón y la lógica, es aprender a
trascender todo aquello que vemos a nuestro alrededor es la forma de empezar a
ver a Dios en nuestros hermanos y en todo lo que nos rodea.
El Señor se manifiesta por amor, y lo
hace con mayor intensidad cuando le abrimos nuestro carazón, cuando le dejamos
que entre en lo más profundo de nuestro ser, de nuestra alma[.
Los mandatos de Dios se resumen en el
amor, en amarle sobre todas las cosas, tener el convencimiento que poner al
Padre en el centro de nuestra vida, que amarle sobre todo, es amar a la
humanidad, es amar a nuestro hermanos, es aceptar con claridad absoluta que
quien ama a Dios ama al hermano, ama a los que el Señor nos pone delante en
nuestra vida en cada momento, esa es la forma de experimentar la misericordia
de Dios, en amar no sólo a los que queremos o amamos, sino a los que salen a
nuestro paso en el camino, debemos como María aprender a amar con mayúsculas,
una amor además que se expanda a nuestro alrededor.
Es bien cierto que el amor dado no es
proporcional al amor recibido, pensemos por un momento el sentimiento de María,
que habiendo obedecido la voluntad de Dios, tiene que ver el castigo que esta
recibiendo su hijo sin haber realizado nada malo, por predicar el amor de la
Buena Noticia, y María guardaba y lloraba con la misma ternura que tuvo cuando
tenía a su hijo en brazos, pero ahora lo veía en lo alto de un madero, lo veía
ajusticiado injustamente como un malhechor, no olvidemos nunca que el amor no
siempre se responde con amor, pero no por ello hay que dejar de amar, de
predicar el Evangelio del amor.
Al atardecer de la vida, se nos
juzgara por el amor,
por el amor que dimos a los demás, y no será un juicio por el amor que hemos
recibido, será un examen de esfuerzo, de generosidad plena por amar de verdad,
y ese amar verdadero nos habla de perdón, ¿Cómo vamos amar si no somos capaces de perdonar? El amor no es un estado
de perfección, el amor es apertura a crecer como personas, a vivir en un
intento de ser cada día mejores, y eso se consigue en el amor a Dios y en
consecuencia a nuestros hermanos.
Debemos aprender a ejercitar el amor,
cuando alguien te insulta, te ataca, se burla y te hace daño, practica la
misericordia de Dios que se manifiesta en lo que podríamos llamar los enemigos,
que son aquellos que nos hacen mal o que buscan nuestra perdición. Si el odio,
el rencor se apodera de nosotros, la caridad se va marchitando en nuestro
corazón, y es entonces que ya no estaremos capacitados para amar, porque no nos
saldrá del corazón. Nuestra fuente es el amor del Señor y de nuestra Madre
María, es ahí donde conseguiremos la verdadera fuente del amor, el agua viva
que nos purifica y nos enseña a amar aunque nos odien, o nos persigan, aunque
deseen nuestra perdición; abandonemos los bajos instintos de la venganza o del
ajusticiamiento, por muy lícito y justo que nos parezca y llenémonos de la
gracia y el poder del amor de Dios.
No hagamos caso de nuestro corazón
herido por el mundo, por las personas que están a nuestro alrededor y nos
desprecian, o simplemente esperan a ver por donde tropezamos para empezar a
atacar; envolvámonos del amor, del amor materno de nuestra madre, un amor que
no espera más compensación que la del puro amor.
Contemplemos el rostro de María,
contemplemos, la paz del corazón, y podamos descubrir así la fuerza y el poder
que se manifiesta en la caridad verdadera y auténtica. Cuando se da amor en
lugar de dar odio o sentir rencor, se abre una puerta a la esperanza y a la
confianza en el ser humano, en la certeza total y absoluta de que el amor lo
traspasa todo, lo invade todo; y esa es su fuerza, el hecho de que no se
responde como lo espera el mundo, que la reacción del amor se hace
incomprensible para la razón y la lógica humana.
Un corazón encendido aviva la llama
de otros corazones, de esta manera la llama del corazón del creyente debe
avivar a los hombres, para ser luz para todos, para que esa luz, que es signo
de amor, pueda pasar de unos a otros, y además que nos lo creamos de verdad,
sin dudar, que no nos dejemos vencer por el mundo y por la falta de ilusión,
que no se apague la llama del amor en nuestras vidas, que permanezca encendida,
a pesar de la dificultad, de la adversidad, aunque esa llama en ocasiones pueda
bajar de intensidad, o incluso parezca que se está apagando, esa llama que es
la fuerza del amor se reaviva por la propia caridad y porque el Señor nos
enciende en el amor, que es quien nos da la fuerza para poder entregar esa
llama y pasarla como un relevo a los demás, es la transmisión de la fe, no
basada solo en normas, costumbres o tradiciones, es la transmisión del amor de
Dios y de su fuerza.
Que todo lo que hagamos, que todo lo
que tengamos que decir y que manifestar sea por puro amor, y para ello no
olvidemos que no somos los protagonistas, María y José supieron cumplir su
misión para con el Mesías, al igual que Juan Bautista,
esa es la fuerza verdadera del amor, que se respetan los lugares y los tiempos,
que no hay ambición sino vocación de servicio y entrega. Cuando en nombre del
amor o del nombre de Dios nos buscamos a nosotros mismos y nuestro propio
triunfo personal es cuando realmente hemos desvirtuado el amor, aunque estemos
revestidos de ella, podemos hacer de nuestra misión religiosa nuestro propio
trampolín. Aprendamos a poner a Dios en el lugar que le corresponde, no le
arrebatemos por ambición el lugar a la
caridad y a la entrega.
El amor del creyente tiene que
manifestarse en la entrega, pero una entrega por amor, sin esperar ningún tipo
de compensación más que cumplir la voluntad de Dios. Él debe ser el centro de
nuestro actuar, el fundamento de nuestra vida que se plasma en los hombres; y
por lo tanto nuestra misión es la de llevar a Dios a todos los hombres de
palabra y de acto. El amor verdadero es este, no el que el mundo nos vende como
amor libre y sin ataduras, como si Dios nos privara de la libertad, algo que no
es cierto. El amor de Dios viene a romper las cadenas que nos esclavizan, las
cadenas de un amor que pervierte, el del mundo, y que nos hace que acabemos
perdidos y desorientados.
María obedecía, amaba, y actuaba en
silencio; con la sabiduría que da la fe en el Señor, una sabiduría que no
entiende de saber humano y de conocimiento, es la sabiduría de conocer que se
está en la verdad, y esto hace que nos pongamos en manos de Dios aun sin saber
muy bien que nos acontecerá o que ocurrirá; amar, obedecer, cumplir y
descansarse en la única verdad.
Una verdad y un amor que lleva a la
libertad, como María que acepto los planes del Padre para Jesús, no creía que
su hijo fuera de su propiedad. Algo que piensan algunas madres y esto les hace
sufrir, porque cuando el hijo toma algún tipo de decisión les da la impresión
de que lo pierden o simplemente que no hace lo que ellas quieren. El amor de
María es cumplir la misión que se le encomienda, es fiarse a manos llenas y
confiar, esto sin quitar un ápice del sentimiento humano, pero Dios está por
encima de ella misma.
Confiemos en el poder del amor,
confiemos en el poder de Dios que no viene a privarnos de nada sino que viene a
dárnoslo todo, vivamos y sintamos en nosotros la ternura de una madre, de María
que es madre nuestra y que nos instruye en la senda del amor, de la entrega y
de la confianza en el designio de Dios para toda la humanidad y para cada uno
de nosotros.
Javier Abad Chismol
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