Solemnidad
Solemnidad de la Asunción de la bienaventurada
Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo, que, acabado el
curso de su vida en la tierra, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria de
los cielos. Esta verdad de fe, recibida de la tradición de la Iglesia, fue
definida solemnemente por el papa Pío XII en 1950.
Un ángel se aparecía a la Virgen y le entregaba la
palma diciendo: "María, levántate, te traigo esta rama de un árbol del
paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque
vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda". María tomó la palma, que
brillaba como el lucero matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación
angélica, eco de la de Nazaret, fue el preludio del gran acontecimiento.
Poco después, los Apóstoles, que sembraban la semilla evangélica por todas
las partes del mundo, se sintieron arrastrados por una fuerza misteriosa
que les llevaba a Jerusalén en medio del silencio de la noche. Sin saber
cómo, se encontraron reunidos en torno de aquel lecho, hecho con efluvios
de altar, en que la Madre de su Maestro aguardaba la venida de la muerte.
En sus burdas túnicas blanqueaba todavía, como plata desecha, el polvo de
los caminos: en sus arrugadas frentes brillaba como un nimbo la gloria del
apostolado. Se oyó de repente un trueno fragoroso; al mismo tiempo, la
habitación de llenó de perfumes, y Cristo apareció en ella con un cortejo
de serafines vestidos de dalmáticas de fuego.
Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías; abajo, el Hijo decía
a su Madre: "Ven, escogida mía, yo te colocaré sobre un trono
resplandeciente, porque he deseado tu belleza". Y María respondió:
"Mi alma engrandece al Señor". Al mismo tiempo, su espíritu se
desprendía de la tierra y Cristo desaparecía con él entre nubes luminosas,
espirales de incienso y misteriosas armonías. El corazón que no sabía de
pecado, había cesado de latir; pero un halo divino iluminaba la carne nunca
manchada. Por las venas no corría la sangre, sino luz que fulguraba como a
través de un cristal.
Después del primer estupor, se levantó Pedro y dijo a sus compañeros:
"Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad ese cuerpo, más puro
que el sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro
nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis cosas prodigiosas". Se
formó un cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los
Apóstoles salmodiando con antorchas en las manos, y en medio caminaba san
Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles agitaban sus alas sobre
la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: "No te abandonaré,
margarita mía, no te abandonaré; porque fuiste templo del Espíritu Santo y
habitación del Inefable". Acudieron los judíos con intención de
arrebatar los sagrados despojos. Todos quedaron ciegos repentinamente, y
uno de ellos, el príncipe de los sacerdotes, recobró la vista al pronunciar
estas palabras: "Creo que María es el templo de Dios".
Al tercer día, los Apóstoles que velaban en torno al sepulcro oyeron una
voz muy conocida, que repetía las antiguas palabras del Cenáculo: "La
paz sea con vosotros". Era Jesús, que venía a llevarse el cuerpo de su
Madre. Temblando de amor y de respeto, el Arcángel San Miguel lo arrebató
del sepulcro, y, unido al alma para siempre, fue dulcemente colocado en una
carroza de luz y transportado a las alturas. En este momento aparece Tomás
sudoroso y jadeante. Siempre llega tarde; pero esta vez tiene una buena
excusa: viene de la India lejana. Interroga y escudriña; es inútil, en el
sepulcro sólo quedan aromas de jazmines y azahares. En los aires una estela
luminosa, que se extingue lentamente, y algo que parece moverse y que se
acerca lentamente hasta caer junto a los pies del Apóstol. Es el cinturón
que le envía la virgen en señal de despedida.
Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida de los cristianos con
soberanas claridades.
Nunca la Iglesia quiso incorporarla a sus libros litúrgicos, pero la dejó
correr libremente para edificación de los fieles. Penetró en todos los
países, iluminó a los artistas e inspiró a los poetas. Parece que resurgió,
una vez más, en el valle de Josafat, allá donde los cruzados encontraron el
sepulcro en el que se habían obrado tantas maravillas y sobre el cual
suspendieron tantas lámparas. Como la piedad popular quiere saber, pidiendo
certezas y realidades, la leyenda dorada aparece con los rasgos con que el
oriental sabe tejerlos entre el perfume del incienso y azahares, adornada
con estallidos y decorada con ángeles y pompas del Cielo. Se difunde en el
siglo V en Oriente con el nombre de un discípulo de San Juan, Melitón de
Sardes, Gregorio de Tours la pasa a las Galias, los españoles la leen en el
fervor de la reconquista con peregrinos detalles y toda la Cristiandad
busca en ella durante la Edad Media alimento de fe y entusiasmo religioso.
Ni fecha, ni lugar. ¿Cómo fue el prodigio? Escudriñando la Tradición hay un
velo impenetrable. San Agustín dice que pasó por la muerte, pero no se
quedó en ella. Los Orientales gustan de llamarla Dormición con ánimo de
afirmar la diferencia. ¿Tránsito? Separación inefable. Ni el Areopagita, ni
Epifanio, ni Dante acertaron a describir lo real indescriptible, inefable:
el último eslabón de la cadena que se inicia con la Inmaculada Concepción
y, despertando secretos armónicos, apostilla la Asunción con la Coronación
que el arte de Fra Angélico se atreve a plasmar con pasta conservada en el
Louvre. La Iglesia celebra, junto al Resucitado Hijo triunfante, a la
Madre, singularmente redimida, Glorificada desde la Traslación.
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